Y al revés, si no empezaste del derecho.
Creer sólo por la hermosa sensación de seguridad no lleva más que a un callejón sin salida. Justo en esa pared te chocas con todo lo que creer implica: prejuicio, prejuicio, soberbia, monotonía, prejuicio.
Los olores de los ideales destrozados por la incredulidad son demasiado contaminantes y la única opción es la negación. Así se puede vivir toda una vida, o no. Y como muchas cosas en la vida, esta etapa pasa y llega la aceptación. Ahora el hecho de que los más profundos ideales están siendo avasallados por nuevas sensaciones perece remotamente posible y todo se tiñe de una cierta normalidad que permite pensar el asunto, pero siempre en el resguardo de la soledad y en silencio.
Después llega el momento de decidir qué es lo que sirve y que es lo que se va a perder, con un poco de suerte para siempre en el inconsciente, aflorando eventualmente de esas profundidades en algún sueño de media noche.
Sin embargo, creer no lo es todo tampoco. Detrás de la hermosa fachada de la seguridad, representada en complicadas estructuras religiosas, no se halla más que el anhelo más profundo de insatisfacción no realizado: el saber el porqué de la existencia. Porqué sucede lo que pasa en este momento y no antes o después, no mejor o peor de lo que es.
Y aunque las preguntas no son lo que a la vida le gusta responder, se las pregunto igual, pero no soy ingenua: revelará el as justo cuando crea que no hay más por ganar o perder.
Lo perfecto de la movilidad del tiempo es eso, que se mueve. Es imposible encontrarse a uno mismo hoy igual que antes, inclusive estando sentado en el mismo lugar, en la misma postura, la sensación es distinta.
Cargado de redundancia comienza un nuevo dia, donde lo de ayer es causa de ahora e influencia del después. Luego, sólo esperar que el tiempo haga de las suyas para poner todo en su lugar, o donde gustaría que este. Pero no son fragmentos pesimistas, al contrario, aceptemos por un momento al paso del tiempo como inevitable, irreducible e inexplicable. Su poder es único, borra como el viento las huellas en la arena, renueva la esperanza del pobre espiritual y es capaz de traer armonía – a veces en simple apariencia- a las situaciones más adversas. Una verdadera religión sería la de rendirle culto al dios tiempo. Pero es ahí donde caemos en el mismo viejo error: creer que todo aquello que es querido deba ser ponderado e impuesto a los demás, “el que la tiene más grande manda”. Resulta dificultoso no pensar o actuar así, porque esa es la tradición: el fuerte manda, los ganadores escriben la historia, el hombre dicta las reglas que luego se encarga de violar.
Paradójicamente, el ser humano que busca incesamente la libertad es el mismo humano que se halla constantemente atrapado en sus propios paradigmas, muchas veces contradictorios, incoherentes de acuerdo al tiempo histórico y donde la única regla aparentemente lógica es clasificar lo antes posible cada nuevo hallazgo; sólo para que lo demás no carezca de sentido, sólo para que “eso nuevo” tenga que compaginar con lo que ya es un hecho, lo previamente clasificado.
El sentido de las cosas, mejor escrito, las cosas sin sentido dado. Escribir ciertamente pone un paño helado a las palabras, expone las raíces del autor, lo desnuda ante alguien más y es capaz de transportar lejos, cerca, o a ningún lado en particular.