Parecía que la inercia del tiempo la mantenía estancada allí, paralizada.
Sin embargo, lo ruda que fue sencillamente se transformó en su mejor arma para enfrentarse a si misma. Se arrastró hasta la silla en el último rincón de su ser, se obligó a sentarse allí, se encadenó a esas patas y dejo que se encendiera una luz blanca, profunda, penetrante. Esa luz la iluminó durante noches, sólo transcurrieron noches. Los días eran momentos de razón y sinceridad, que en realidad se convertían en un respiro, fue la fuerza para seguir hurgando dentro de si.
Le llevó bastante tiempo dejar de mentirse y empezar a aceptarse defectuosa, mortal, infeliz, mentirosa y perfectamente idiota por desperdiciar tanto tiempo creyendo que alguien más podría arreglar el desastre que ella misma dejó hacer, ayudó a hacer y se encargó de mantener...
Y al final, pero no el final de finales, llegó a la certeza de que existir no es suficiente, vivir tampoco.
Enfrentarse verdaderamente a la tempestad es querer enfrentarla aún aceptando la condición de mortalidad. Vivir no es ser feliz, enamorarse o que el horizonte sea alguien más, no. Vivir es saberse próximamente efímero, y aún esclavizados a esa cláusula, querer seguir hasta estrellarse contra el invierno, contra su frío viento. Sin embargo, en ese lugar frío, llámese sociedad, mundo o el propio cuerpo, sólo la razón y el sentimiento autentico son las fuerzas para seguir.
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