sábado, 29 de octubre de 2011

el sueño post-Terapia


"Yo siempre he dicho que hay que saber perdonar a un hombre que se suicida silenciosamente, ¿quién puede juzgar los sufrimientos del otro y comprender el límite de su tolerancia?. Pero el que se mata haciendo alarde de ello para perjudicar a alguien, el que acaba con su vida por maldad, no merece perdón ni excusa alguna; es un perverso de pies a cabeza y gana que la gente escupa su recuerdo, en vez de lamentar su suicidio y compadecerlo."

Pero cuando se empieza un párrafo con la palabra "pero" lo que sigue no puede ser positivo. Sin embargo, esa frase revela un hecho sumamente positivo: simplemente se juzga por las acciones, ya que es demasiado fácil hacer rebalsar la boca de palabras.

De repente aparezco al otro lado de la vereda en un día soleado, pero no corre viento ni hace calor.
En frente esta él, un señor viejo, croto, sobre sus rodillas y es ciego. Para ver, usa sus manos. Unos momentos después se escuchan los pasos de un perro siberiano, al acercarse al viejo y sentir su olor comienza a ladrar. El perro ladra al viejo. Se acerca tanto que ya está justo a la altura de su cara y sigue ladrandole, con rabia, con fuerza, como para hacer abrir los sus ojos. Pero el viejo hasta parece sordo, porque aunque puede notar que sucede algo más allá de él,  aún no logra darse cuenta qué es. Finalmente, estira sus manos y el perro calla.
Frente a frente, ambos, el viejo reconoce el hocico a medida que lo siente con sus manos. El perro parece sentirse cómodo, callado, como si nunca hubiera tenido intención de comérselo. El viejo saca un cuchillo de su bolsillo y se lo clava en la palma de la mano: no sangra, pero se ve una fuerte herida roja. Despacio, con delicadeza, el perro se acerca y lame la herida, mientras, el viejo continua con los ojos cerrados pero viendo con la mano que tiene sana. Un momento después, el perro estira su pata y toca la herida, con la sangre sobre su extremidad la lleva hacia el hombro del viejo. Lo toca.
En ese instante comienza la metamorfosis: el viejo muta traumaticamente de piel, ahora es rosa y sus ojos están abiertos, tan abiertos que parece que su intención es ver todo aquello que no pudo -o no quiso- ver durante toda su vida. Se ve a si mismo, matizado de ese único color, reconoce su cuerpo desnudo, su cabeza, lleva sus manos sanas hacia su cara y por primera vez las contempla...
Esas manos eran su guía en un mundo oscuro, le permitieron vislumbrar las posibilidades de un mundo de nadie, donde todos son reyes pero no existe reinado. Esas manos fueron el sostén cada vez que se caía por tropezar con algo que, aunque estaba junto frente a él, no podía verlo. Las manos del viejo muchas veces lo abrazaban cuando pasaba las noches en soledad, aislado por propia iniciativa, aún sin saberlo él.


Yo seguía en la misma posición, contemplando la escena desde enfrente, un palco único donde pasé desapercibida de todo sobresalto.


El viejo observa su alrededor. Rápidamente reconoce donde se halla. Esta en un camino que comienza justo donde esta parado y termina sólo hasta donde su mirada llega. Pero él, ahora despierto, supo que ese camino sigue mucho más allá de ese punto donde llegan sus ojos. Bordeando el camino se levantan árboles de todos los tamaños y diversos verdes. Verdes desde las tonalidades más débiles, hasta el flúor más molesto que pueda existir. Los troncos son tan gruesos y algunos otros tan difusos que forman una pared perfecta que siembra misterio sobre lo que puede haber del otro lado de ella.
Enseguida nota que el tronco de los árboles esta hecho de el mismo siberiano que lo había "atacado". Él también cambió, ahora tiene un aspecto más humano. Se encuentra parado sobre sus dos patas traseras y sostiene la copa del árbol, sus extremidades se ramifican hasta confundirse con las hojas y sus ojos revelan un dejo de nostalgia, quizás por estar aferrado al suelo. Su color es gris, muchos tonos del gris lleva puesto desde las piernas que sobresalen bien erguidas desde el suelo hasta lo último que se puede ver de las ahora ramas superiores, que se abren a medida que las hojas más delicadas las pueblan.
El viejo lo reconoce, porque de todos los troncos, el perro sobresale de uno en particular a la izquierda del camino, no muy lejos del nuevo viejo renovado. Lo examina por un momento como tratando de recordar de donde le resulta familiar y de repente su expresión se transformó. Ahora sabe exactamente lo que quiere hacer: comienza a caminar hacia el perro, al mismo tiempo este último lo reconoce y empieza a moverse para desprenderse del follaje.
Parece una carrera que se desarrolla en segundos, el viejo empieza a gritarle y lanza sus brazos al aire como si buscara asustar al perro son sus gestos desaforados, exagerados, llenos de rencor. Al mismo tiempo, se puede percibir como el perro teme a la situación, al encuentro con esa otra parte de la vida que vuelve a buscarlo tal como él lo hizo momentos atrás.
Ambos ya en el camino, se detienen por un ínfimo momento y se miran. Puedo notar que esa mirada es el contacto más profundo que tienen, que alguna vez llegarán a realizar. Reconocen en cada uno al otro, la parte humana y la parte feroz, más salvaje. Saben que no existe otro momento más que ese, es la decisión. El perro siente temor. El viejo esta invadido por un cólera tan profundo que sus ojos reflejan un fuego interior y que se expresan en un nuevo grito, pofundo, doloroso, seco. El perro comienza a correr, el viejo lo sigue. Ambos se pierden en el camino. Los veo alejarse, hacia el sur.


Me despierto, es un nuevo día y son las siete y media de la mañana.







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